Hace exactamente 24 años y dos meses la vida le cambió por completo a Angélica Jiménez. La noche del atentado senderista a Tarata, ella tenía cinco meses de embarazo y a su hijo de dos años en brazos arrullándolo para dormir cuando la calma se vio interrumpida por el camión cargado de dinamita que los terroristas hicieron volar en pedazos.
Su instinto de proteger a sus hijos fue tan grande que no se percató que su falta de visión no se debía a la oscuridad, había quedado ciega y con el rostro destrozado.
En un octavo piso y sin escaleras bajó con su hijo en brazos saltando de piso en piso con ayuda de los vecinos hasta que fue trasladada a una clínica de emergencia y se enteró al despertar con la noticia de que no volvería a ser la misma.
Su niño de dos años quedó solo con algunas heridas, pero el bebé que llevaba en el vientre resultó con un daño cerebral severo, la onda expansiva llegó a su cabecita a través del líquido amniótico, sobrevivió gracias a los cuidados de su madre. Tiene 24 años y no puede valerse por sí mismo, debe estar medicado para evitar convulsionar cada tres horas.
Su madre ha iniciado un proceso judicial para que el estado declare a Sebastián interdicto y pueda recibir una pensión, pero el trámite burocrático es engorroso; cómo explicarle a la autoridad que su enfermedad no tiene un nombre y que su cerebro quedo destrozado aquella noche del 16 de julio de 1992 con ese terrible atentado terrorista.